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Los buenos y los malos

Fe de ratas

José Javier Reyes

 

¿Para qué sirven las teorías de complot? De entrada, al individuo le sirven para enfrentar una realidad hostil, un mundo formado por fuerzas que nos abruman, llámese gobiernos, poderes fácticos, grandes consorcios, en una palabra, el poder. Para el hombre de la calle estos poderes son tan incomprensibles y aplastantes que probablemente (y la palabra probable es clave en este caso) abarquen al mundo entero. Nos controlan, nos dominan, han creado una escenografía de normalidad tras la cual operan sus oscuros intereses. Los medios nos mienten y encubren esta realidad; tras cada campaña publicitaria, tras el lanzamiento de la última golosina, se esconde la intención de convertirnos en autómatas, de ponernos al servicio de la conspiración.

Finalmente, el complot es una explicación del mundo y no es menos fantasiosa (ni menos urgente) que otras invenciones humanas, entre las cuales destacan las religiones como explicaciones del mundo y de la existencia humana. Y no son mejores ni peores. Lo peor del caso es que en algunos casos son ciertas o se acercan bastante a la verdad.

Pero el otro uso que tienen las teorías conspirativas es salvarle la cara a los gobernantes que yerran en sus propuestas o que tienen visiones erróneas del mundo. Desde hace muchos años se vuelven la forma más fácil de explicar por qué todos parecen ver errores en donde el mandatario en turno ve soluciones geniales. Y les evita la molestia de dar explicaciones desagradables: basta echarle la culpa a los complotados para limpiarle la cara al estratega chambón.

Los ejemplos abundan, para desgracia de los gobernados: en la Venezuela “bolivariana” donde es más fácil echarle la culpa a los esbirros del imperio que darle bienestar a la población; en los Estados Unidos, donde todo aquel que cae en la cuenta de que el presidente la calabaceó por enésima ocasión, es acusado de difundir “fake news”; en México, donde aquellos que mantienen opiniones diferentes al presidente electo, son acusados de formar parte de “los corruptos”, de ser parte de la “mafia del poder”.

Es preocupante, en cualquier caso, que la persona que externa opiniones contrarias al gobernante en turno reciba insultos y descalificaciones, en vez de argumentos o razones. En la forma de tratar al disidente se marca ya la descalificación. La actitud es argumento, el desdén es parte de la respuesta. Y así como se indignaban y se victimizaban cuando eran minoría, ahora que son mayoría en el poder se vuelven intolerancia y cerrazón.

Pero algo hay de lógica en todo este sinsentido. Si yo soy la razón, la verdad y la justicia, ¿para qué debo debatir con aquellos que, por definición están equivocados? Tal como dijo uno de los interpelados cuando fue interpelado, aquellos que se oponen tienen derecho. Pues sí, es lo mínimo a lo que se puede aspirar en un sistema que pretenda llamarse democrático.

Pero lo que no es cierto es que elaborar teorías conspirativas sea un derecho. Ningún pueblo del mundo tiene “derecho” de divagar o desvariar con complots. A lo que aspiramos y tenemos derecho es a la verdad.

 

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